Parte del inicio de la novela
Un día de Mayo publicada recientemente en formato digital en Amazon. Este trozo es la continuación del
desembarco de armas en Irlanda.
PIZZ GLORIA. SUIZA
El día siguiente al desembarco de armas en la costa de Irlanda, a muchos kilómetros de allí y con veinte grados menos de temperatura, Lukovo Boskovic, absorto en sus pensamientos, contemplaba con una absoluta falta de entusiasmo el impresionante panorama que se abría ante sus ojos. El yugoslavo, apoyado en la barandilla de la terraza del restaurante Schilthorn, a 2.970 metros de altura, en el corazón de los Alpes suizos, no perdía de vista el teleférico que ascendía desde las profundidades del valle. Boscovic había recibido con profundo desagrado la notificación del lugar de la cita con el hombre al que esperaba. En dos ocasiones anteriores se reunieron en Zurich y Ginebra. El yugoslavo era un individuo sedentario, amante de los placeres de la buena vida. Los veinticinco kilos por encima del peso ideal para su metro setenta y cinco de estatura daban buena fe de ello.
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La cabina del teleférico llegó al final de su trayecto. Dos hombres se separaron del resto de esquiadores y se acercaron a Lukovo Boskovic. El más alto le saludó estrechándole la mano. Llevaba un conjunto de esquí rojo que se ceñía como un guante a su cuerpo, en el que no sobraba ni un gramo de grasa. Mostraba un intenso bronceado y sus dientes centellearon al sonreír al yugoslavo.
—¿A que viene esa cara? ¿No cree que este sitio es mucho más interesante que la aburrida Ginebra? — bromeó.
Boscovic y el esquiador alto tomaron asiento en una solitaria mesa junto a los ventanales del restaurante, mientras que el tercer hombre se apartaba discretamente. El eslavo pidió un plato de pasta, salchichas con salsa y una cerveza. Su acompañante encargó una ensalada, carne a la plancha y agua mineral. Entre bocado y bocado, repasaron a fondo la situación en la antigua Yugoslavia mientras la cabina del restaurante giraba a una velocidad casi inapreciable, pero constante. Se alzaba como un nido de águilas sobre una cumbre conocida como Piz Gloria. Años atrás había sido el escenario de uno de los filmes de James Bond: Al servicio secreto de su majestad.
—Este es el resguardo de la transferencia por el material suministrado, y aquí tiene la lista de nuestro nuevo pedido que, como observará, supera con creces al anterior. —dijo Boskovic entregándole la documentación.
—¡Estupendo! Por cierto, hay otro asunto del que quería hablarle —comentó el esquiador del conjunto rojo, que no había pedido postre, tras dar un sorbo a su café. —Me pregunto si podría facilitarme un hombre que pueda utilizar para cualquier cosa. Ya me entiende. Incluso para deshacerme de algún que otro entrometido.
El yugoslavo devoraba un pastel de chocolate cubierto de nata. Las ventanas se encaraban ahora a la mole de la Jungfrau y al pico del Eiger, el ogro en alemán. El irresistible atractivo de vencer la pared vertical de la cara norte de este último había resultado fatal para los más de cincuenta alpinistas que habían perdido la vida tratando de escalarlo.
—Conozco al tipo perfecto. Nos fue de gran utilidad en Kosovo. Es un tirador de élite y experto en explosivos. Incluso puede pilotar aviones. Si le paga bien hará lo que le pida sin rechistar.
—El dinero no es ningún problema. Pero ya tengo mi piloto particular —dijo señalando a su rubio acompañante, que acababa su copa de aguardiente en una mesa lejana sin perder nunca de vista a los dos hombres —. Es un francés de Grenoble que participó como piloto mercenario en alguna de las guerras africanas.
Se levantaron y se dirigieron al exterior del restaurante. El galo y el hombre de rojo recuperaron los esquís que habían dejado apoyados en la pared de madera del edificio. Se acercaron hasta el comienzo de la pista, que se desplomaba hasta las profundidades del valle. Lukovo Boscovic les siguió a pasitos cortos para evitar cualquier resbalón y firmemente asido a la barandilla.
Al borde del precipicio, allí donde el primer tramo del recorrido parecía tener una pendiente apta sólo para suicidas, el individuo del conjunto rojo se colocó los esquís y se dirigió al yugoslavo.
—Avíseme cuando llegue su hombre. Mi empresa está fuera de Barcelona. Enviaré a alguien a recogerlo al aeropuerto de El Prat.
—De acuerdo, pero… ¿no irán a bajar por ahí? —farfulló Boscovic.
—Qué aburrida sería la vida si no nos arriesgáramos de vez en cuando —dijo el esquiador, en lo que era toda una declaración de principios, antes de saltar sobre el muro helado y comenzar su vertiginoso descenso, seguido del francés de Grenoble.
les teves bones fotografies em porten tot sovit, a visitarte, i el tema d'avui, ha fet que em decideixi a escriure unes poques paraules.
ResponderEliminarSuposo que l'escrit anterior,es part d'algúna novela, no pas un relat curt a la moda imperant ultimament. M'ha xocat sobre tot l'escenari, on sistues l'acció, que es un punt preciós, que he visitat bastans cops amab la meua familia. L'atracció del mitic Eiger, la pujada a les geleres de la Jungfrau. el restaurant giratori del Schilthorn, el salt increible de
Lauterbrunen, el desgel que de manera colosal es pot veure al les coves de Trumentwal (no se si esta ben escrit) Aquell troç de món, es incomparable.
Salutacions ben cordials
Hola Montserrat:
ResponderEliminarSi, es el començament de la meva novel·la "Un día de mayo". I tota aquesta part de Suïssa es una meravella.
Moltes Salutacions